Hay un pensamiento de Paul Klee que siempre me ha conmovido; aquel donde dice que lo visible es sólo un ejemplo de lo real. La poesía sería entonces el intento de revelar los aspectos de la realidad que no son visibles.
«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía».
1Corintios 11, 23-26
En el pequeño pan que yace sobre esta mesa la materia del universo se ha conmovido los espíritus tiemblan nos deslizamos casi eucarísticamente dicen los ríos nos abrimos como sacramentos musitan las flores lo que acaba de hacerse sobre esa mesa me afecta en forma física dice Saturno a sus siete anillos y lo mismo repite el sistema solar ah las estrellas resplandecemos con otra luz mi velocidad es la misma pero ha aumentado dice la luz los arcángeles tiemblan en la gloria los siete mil elementos del cosmos han cumplido sus sueños no sé cómo decirlo exactamente se dice el cosmos pero tengo la sensación de haberme convertido en un tabernáculo de aquí a la eternidad de aquí a la gloria no hay más que un paso dicen los trigales.
José Miguel Ibáñez Langlois
Lección I de Jueves Santo (Antifonario Mozárabe de Silos)
"Nada hay tan eficaz para la salvación y para la siembra de todas las virtudes en un corazón cristiano, como la contemplación piadosa y afectiva de cada uno de los sucesos de la pasión de Cristo".
Porque puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar;
pero la fineza del sentir es del campo y de la soledad.
Fray Luis de León
Beethoven: Concierto nº 5 para Piano y Orquesta 2º Mto
Es probable que el secreto de la serenidad solo se le revele a los que han pasado grandes zozobras. En el caso de fray Luis de León, eso es seguro. Pasan los siglos y su poesía sigue siendo la calma después de la tormenta. Él es para nosotros lo que los griegos y romanos eran para él: un clásico. Para hacernos una idea de lo que eso quiere decir, hay que prescindir de toda erudición y pensar en el manantial del que brota el agua que fluye. La claridad clásica está en él tan lograda que roza lo invisible. «Oh monte, oh fuente, oh río», escribió en uno de esos versos trimembres que desgranan el equilibrio como si nada. Su estética es una ética luminosa: «El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada». Si lo pensamos (y mejor que no lo pensemos) es terrible que él, uno de «los pocos sabios que en el mundo han sido», acabara encarcelado. Su cautiverio inquisitorial nos trae a la mente el destino de Sócrates y el ejemplo de Cristo. «Aquí la envidia y mentira / me tuvieron encerrado». Es el sufrimiento de tantos creadores de todos los tiempos perseguidos por el poder, del signo que sea. Así que no creo ser irreverente con ninguno de los dos si digo que el nombre de fray Luis de León es uno de los nombres de Cristo.
Entristece pensar que la denuncia saliera de las mezquindades universitarias. Sin embargo, consuela saber que recobró la libertad y que la universidad le abrió otra vez sus puertas, para que pronunciara su famosa frase, que seguro que la pronunció. Me gusta imaginar a sus alumnos ese día. También me gusta soñar cómo serían sus encuentros con uno de sus estudiantes, san Juan de Cruz, que entonces era solo Juan. Alguna vez mirarían juntos la fachada de la universidad o entrarían juntos en el aula cuyos pupitres siguen siendo rudos leños medievales. Fray Luis avisa contra las insensateces de la naturaleza humana, que también estas se mantienen intactas, si es que no han crecido vertiginosamente. En plena cultura de masas, debemos escuchar al que nos previene sobre «la errada muchedumbre». ¿Qué diría hoy él, que tanto censuró el afán de dinero, de fama o de poder? Volvería a decir lo que dice. No olvidemos ni por un momento su amor por la soledad, que libera de tanto:
«… y a solas su vida pasa / ni envidiado ni envidioso». No olvidemos su defensa del silencio. Él sabe, como lo sabemos todos, una verdad elemental: que lo que cuenta al final del día es dormir bien. Solo que él lo pidió con un encanto único: «Un no rompido sueño». Cuando un hombre muy culto es capaz de hablar así, casi como un niño, entonces es un poeta.
Juan Antonio González Iglesias, El secreto de la serenidad